CAMBRIDGE – Desde el mismo momento en que Edward J. Snowden reveló que la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (NSA) reúne todo el tiempo ingentes cantidades de datos procedentes de comunicaciones electrónicas de ciudadanos estadounidenses y no estadounidenses por igual, la atención ha estado puesta en su situación personal. Pero la cuestión más importante, incluso antes de que Rusia le concediera asilo transitorio, es la situación de las libertades civiles en Estados Unidos. ¿Puede acusarse a este país de hipocresía, como lo han hecho Rusia, China y otros?
Para responder esta pregunta, es importante distinguir entre dos cuestiones que en el debate público se han mezclado: el espionaje electrónico dirigido contra entidades extranjeras y la vigilancia interna de los ciudadanos de un país por parte de su propio gobierno.
Ya antes de las revelaciones de Snowden, el ciberespionaje se había convertido en un importante punto de conflicto en las relaciones entre China y Estados Unidos, y fue objeto de discusión en la “cumbre en mangas de camisa” de junio entre los presidentes Barack Obama y Xi Jinping. Ambos gobiernos acordaron crear un grupo de trabajo especial para tratar el asunto.
Estados Unidos acusa a China de usar ciberespionaje para robar secretos industriales en una escala sin precedentes, acusación en cuyo respaldo puede citar diversas fuentes públicas, entre ellas un estudio de la empresa de seguridad digital Mandiant, que rastreó numerosos ataques de este tipo y descubrió que se originaban en un edificio del Ejército Popular de Liberación en Shanghái. China responde que ella también es víctima de numerosas intrusiones digitales, muchas de ellas procedentes de los Estados Unidos.
Ambos países tienen algo de razón. Un proverbial marciano que observara el flujo de electrones entre el este de Asia y América del Norte advertiría probablemente un intenso tráfico bidireccional; pero si mirara dentro de los paquetes de datos, vería grandes diferencias de contenido.
Mientras que Estados Unidos sigue una política de no robar propiedad intelectual, en el caso de China parece ser todo lo contrario. Pero al mismo tiempo, ambos gobiernos están todo el tiempo penetrando en las computadoras de la otra parte para robar el tipo tradicional de información secreta de naturaleza política y militar. El espionaje no constituye una violación del derecho internacional (aunque a menudo va en contra de diversas leyes nacionales), pero Estados Unidos aduce que el robo de propiedad intelectual viola tanto el espíritu como la letra de los tratados de comercio internacional.
Pero China no es el único país que roba propiedad intelectual. Es bien sabido que algunos de los aliados de Estados Unidos que ahora se escandalizan por las revelaciones de espionaje estadounidense le han hecho lo mismo a Estados Unidos. Washington asegura que al inspeccionar correos electrónicos de ciudadanos extranjeros lo hace en busca de contactos con terroristas, y a menudo ha compartido los hallazgos con sus aliados.
En este sentido, la vigilancia por motivos de seguridad puede ser beneficiosa tanto para Estados Unidos como para otros países. Después de todo, parte de la trama que culminó en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 la ideó un egipcio residente en Hamburgo.
Pero los estadounidenses no están libres de pecado. Como quedó de manifiesto tras las revelaciones de Snowden, Estados Unidos vigiló comunicaciones de representantes de la Unión Europea que se preparaban para entablar negociaciones comerciales. Esto no produjo ningún beneficio compartido; fue una decisión errónea que Obama debería repudiar.
Para Rusia, China y otros países, es tácticamente útil mezclar cuestiones de espionaje con temas de libertades civiles y acusar a Estados Unidos de hipocresía. Pero es extraño oír esas acusaciones en boca de países con un estado de derecho deficiente y fuerte censura de Internet.
Snowden reveló dos grandes programas de vigilancia dentro de Estados Unidos. El menos polémico en lo relativo con las libertades civiles es el que implica examinar el contenido de mensajes procedentes de fuentes sospechosas extranjeras. Pero el que despierta el debate más acalorado es aquel en el que la NSA rastrea el origen y el destino del tráfico telefónico de ciudadanos estadounidenses y lo almacena para su posible inspección futura (previsiblemente, con orden judicial). Esta aplicación de capacidad tecnológica para el almacenamiento de grandes volúmenes de datos (“big data”) plantea toda una nueva serie de interrogantes en relación con la invasión de la privacidad de los ciudadanos.
Los defensores del programa señalan que es compatible con la legislación actual y con la filosofía constitucional de controles y contrapesos de los Estados Unidos, porque tiene aprobación tanto del poder legislativo como del poder judicial. Los oponentes aducen que el tribunal creado en 1978 de acuerdo con la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA) fue pensado para una era anterior a la aparición del big data, y que la práctica actual excede lo estipulado en la Ley Patriótica aprobada después de los ataques del 11 de septiembre.
Los oponentes exigen que se dicten leyes nuevas. El mes pasado, el actual marco legal sobrevivió a una votación muy pareja (217 contra 205) en la Cámara de Representantes. Lo más interesante fue la división que se observó en ambos partidos. La oposición estuvo formada por una coalición de republicanos conservadores del Tea Party y demócratas liberales. Es inevitable que esta cuestión vuelva a presentarse, porque hay pendientes varios proyectos de ley que proponen modificaciones al tribunal creado según la FISA.
Más que dejar al descubierto hipocresía y aceptación de la erosión de las libertades civiles, las revelaciones de Snowden han provocado un debate que sugiere que Estados Unidos sigue fiel a sus principios democráticos, aunque a su manera tradicionalmente desordenada. El país se enfrenta a un dilema entre seguridad y libertad, pero la relación entre ambas partes es más compleja de lo que parece a simple vista.
Las peores amenazas a las libertades surgen en los momentos de máxima inseguridad, de modo que a veces un ligero sacrificio puede servir para evitar pérdidas mayores. Hasta un defensor de la libertad de la talla de Abraham Lincoln suspendió el hábeas corpus en las condiciones extremas de la Guerra Civil en los Estados Unidos. Pero puede ocurrir también que decisiones similares encierren un error o una injusticia que no se reconocerá sino mucho después: piénsese en la decisión de Franklin Roosevelt de confinar a ciudadanos estadounidenses de ascendencia japonesa en campos de internación a principios de la Segunda Guerra Mundial.
En la década que siguió al 11 de septiembre de 2001, el péndulo de la opinión pública se inclinó demasiado hacia el lado de la seguridad; pero al no producirse nuevos ataques terroristas de importancia, ha comenzado a bascular hacia el otro lado. Una encuesta reciente de ABC News-Washington Post mostró que ahora el 39% de los estadounidenses dicen que la protección de la privacidad es más importante que la investigación de amenazas terroristas, proporción que en 2002 sólo alcanzaba el 18%.
Irónicamente, parece ser que los programas revelados por Snowden ayudaron a impedir nuevos actos de terrorismo masivos, por ejemplo un atentado con bombas en el metro neoyorquino. De ser así, tal vez hayan evitado la implementación de medidas antiterroristas más draconianas, con lo que han hecho posible el debate actual.
Traducción: Esteban Flamini
Joseph S. Nye, ex presidente del Consejo Nacional de Inteligencia y subsecretario de defensa para asuntos de seguridad internacional durante la presidencia de Bill Clinton, es profesor en la Universidad de Harvard y autor del libro Presidential Leadership and the Creation of the American Era [El liderazgo presidencial y la creación de la era estadounidense].
For additional reading on this topic please see:
Surveillance in an Information Society: Who Watches the Watchers?
NSA Surveillance Leaks: Background and Issues for Congress
Privacy Refracted Through Prism
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