CAMBRIDGE – Se dice que más de 130.000 personas murieron en la guerra civil de Siria. Los informes de atrocidades de las Naciones Unidas, las imágenes de Internet de ataques contra civiles y los relatos de refugiados que sufren nos desgarran el corazón. ¿Pero qué se debe hacer, y quién?
Recientemente, el político y académico canadiense Michael Ignatieff instó al presidente norteamericano, Barack Obama, a imponer una zona de exclusión aérea sobre Siria, a pesar de la casi certeza de que Rusia vetaría la resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, necesaria para legalizar una medida de este tipo. Según la opinión de Ignatieff, si se le permitiera prevalecer al presidente sirio, Bashar al-Assad, sus fuerzas arrasarían con los
restantes insurgentes suníes –al menos por ahora; si se encendieran los odios, volvería a correr sangre otra vez.
En un artículo, el columnista Thomas Friedman extrajo algunas lecciones de la reciente experiencia de Estados Unidos en Oriente Medio. Primero, los norteamericanos entienden poco de las complejidades sociales y políticas de los países en esa región. Segundo, Estados Unidos puede impedir que sucedan cosas malas (a un costo considerable), pero no puede hacer que sucedan cosas buenas por sí solo. Y, tercero, cuando Estados Unidos intenta hacer que sucedan cosas buenas en estos países, corre el riesgo de asumir la responsabilidad de resolver sus problemas.
¿Cuáles son, entonces, las obligaciones de un líder más allá de las fronteras? El problema se extiende mucho más allá de Siria –testigo de ellos son las recientes matanzas en Sudán del Sur, la República Centroafricana, Somalia y otros países-. En 2005, la Asamblea General de las Naciones Unidas reconoció una “responsabilidad de proteger” a los ciudadanos cuando su propio gobierno no puede hacerlo, y en 2011 se la invocó en la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, autorizando el uso de fuerza militar el Libia.
Rusia, China y otros creen que el principio se aplicó mal en Libia, y que la doctrina guía del derecho internacional sigue siendo la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe el uso de la fuerza excepto en autodefensa, o cuando está autorizado por el Consejo de Seguridad. Pero en 1999, frente a un veto ruso de una potencial resolución del Consejo de Seguridad en el caso de Kosovo, la OTAN utilizó la fuerza de todos modos, y muchos defensores sostuvieron que, dejando de lado la legalidad, la decisión estaba moralmente justificada.
¿Qué argumentos deberían seguir los líderes políticos cuando intentan decidir sobre las políticas correctas a seguir? La respuesta depende, en parte, de la colectividad a la que se sientan moralmente obligados.
Por sobre el nivel de los pequeños grupos, la identidad humana está forjada por lo que Benedict Anderson llama “comunidades imaginadas”. Son pocos los que tienen una experiencia directa de los otros miembros de la comunidad con la que se identifican. En los siglos recientes, la nación ha sido la comunidad imaginada por la cual la mayoría de la gente estaba dispuesta a hacer sacrificios, y hasta morir, y la mayoría de los líderes han considerado que sus obligaciones primarias eran de carácter nacional.
En un mundo de globalización, sin embargo, muchos pertenecen a múltiples comunidades imaginadas. Algunas –locales, regionales, nacionales, cosmopolitas-parecen estar dispuestas en círculos concéntricos, donde la fuerza de la identidad disminuye a medida que se aleja del núcleo; pero, en una era de información global, este ordenamiento se ha vuelto confuso.
Hoy, muchas identidades son círculos que se superponen –afinidades respaldadas por Internet y por los viajes baratos-. Las diásporas ahora están a un clic de mouse de distancia. Grupos profesionales adhieren a estándares transnacionales. Grupos activistas, que van de ambientalistas hasta terroristas, también se conectan a través de las fronteras.
En consecuencia, la soberanía ya no es tan absoluta e impenetrable como parecía serlo en algún momento. Esta es la realidad que la Asamblea General de las Naciones Unidas admitió cuando reconoció la responsabilidad de proteger a las personas en peligro en estados soberanos.
¿Pero qué obligación moral le asigna esto a un líder en particular como Obama? La especialista en teoría del liderazgo Barbara Kellerman ha acusado al ex presidente norteamericano Bill Clinton del fracaso moral del aislamiento por su respuesta inadecuada al genocidio de Ruanda en 1994. En un sentido, Kellerman tiene razón. Pero otros líderes también fueron aislacionistas, y ningún país respondió de manera apropiada.
Si Clinton hubiera intentado enviar tropas estadounidenses, se habría topado con la resistencia férrea del Congreso norteamericano. Tras haber pasado tan poco tiempo de la muerte de soldados estadounidenses en la intervención humanitaria de 1993 en Somalia, el pueblo norteamericano no estaba de ánimo para otra misión militar en el exterior.
¿Qué debería hacer, entonces, un líder elegido democráticamente en estas circunstancias? Clinton ha reconocido que podría haber hecho más para galvanizar a las Naciones Unidas y otros países y salvar vidas en Ruanda. Pero hoy los buenos líderes muchas veces se ven atrapados entre sus inclinaciones cosmopolitas personales y sus obligaciones más tradicionales con los ciudadanos que los eligieron.
Afortunadamente, el aislamiento no es una propuesta moral a “todo o nada”. En un mundo en el que la gente está organizada en comunidades nacionales, un ideal puramente cosmopolita es poco realista. La ecualización de los ingresos globales, por ejemplo, no es una obligación creíble para un líder político nacional; pero este líder podría concentrar seguidores si dijera que debería hacerse más para reducir la pobreza y la enfermedad en todo el mundo.
Como dijo el filósofo Kwame Anthony Appiah, “No matarás es una prueba que se aprueba o se reprueba. Honrarás a tu padre y a tu madre admite gradaciones”.
Lo mismo es válido para el cosmopolitismo versus el aislamiento. Podemos admirar a los líderes que hacen esfuerzos por aumentar la sensación de obligación moral de sus seguidores más allá de las fronteras; pero de poco sirve para condicionar a los líderes a un estándar imposible que recortaría su capacidad para seguir siendo líderes.
Mientras Obama batalla por definir sus responsabilidades en Siria y otras partes, enfrenta un serio dilema moral. Como dice Appiah, las obligaciones más allá de las fronteras son una cuestión de gradación; y también existen grados de intervención que van desde una ayuda a los refugiados y armas hasta diferentes grados de uso de la fuerza.
Pero incluso cuando se hacen estas elecciones graduadas, un líder también les debe a sus seguidores una obligación de prudencia –de recordar el juramento hipocrático de, antes que nada, no hacer daño-. Ignatieff dice que Obama ya reconoce las consecuencias de su inacción; Friedman le recuerda la virtud de la prudencia. Piedad con Obama.
Copyright Project Syndicate
Joseph S. Nye es profesor de Harvard y autor de Presidential Leadership and the Creation of the American Era.
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