MOSCÚ – Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética y, en una forma más leve, Estados Unidos impusieron límites externos a las actividades de los Estados y de las sociedades, lo que causó que los conflictos de larga data entre países más pequeños se “congelaran”. Después del colapso de la Unión Soviética en la década de 1990, dichos conflictos comenzaron a “descongelarse”.
Debido a que las tensiones interétnicas ya se encontraban en escalada, Yugoslavia fue el primer país en disolverse y adentrarse en un conflicto. Poco después, estalló la guerra entre Armenia y Azerbaiyán, seguida por luchas armadas en Transnistria y Chechenia. Mientras que algunos conflictos se encararon – el Occidente finalmente intervino militarmente en la antigua Yugoslavia, y Rusia luchó en Chechenia por casi una década e impuso la paz en Transnistria – otros, como por ejemplo el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, simplemente fueron congelados nuevamente.
Afortunadamente, no todos los posibles conflictos entraron en erupción. La Unión Soviética no se despedazó por la violencia, como ocurrió con la mayoría de los otros imperios – un resultado para el cual parece que otra explicación que no sea la intervención divina o la pura buena suerte sería insuficiente. A pesar de los crecientes sentimientos nacionalistas y las sospechas mutuas, los países de Europa Central y del Este también se las arreglaron para evitar conflictos, gracias a su rápida aceptación en la OTAN y la Unión Europea.
En ese momento, el mundo dio un suspiro colectivo de alivio. Pero, en los albores del segundo milenio, la globalización provocó un “segundo descongelamiento” al facilitar el rápido crecimiento económico de los países asiáticos, los cuales, durante dos siglos se habían visto constreñidos por la dominación occidental, las reglas e instituciones relacionadas a la guerra fría y la pobreza generalizada.
Junto a las economías prósperas vino un aumento en la influencia estratégica, lo que lleva al surgimiento de asuntos de geopolítica regional que tomaron forma como resultado de los intereses y temores nacionales, en lugar de que ello ocurra como consecuencia de las fuerzas externas. El fracaso de Occidente en Irak y Afganistán, seguido de la crisis económica mundial (que expuso graves deficiencias estructurales en Estados Unidos y en la Unión Europea, mismas que sus gobiernos democráticos no han podido resolver) fueron factores que aceleraron este proceso.
Como resultado, Europa ha abandonado prácticamente su papel geopolítico mundial, virtualmente sin que quede evidencia de su presencia, aparte del papel que desempeña en el ámbito del comercio exterior, mismo que aún está presente en Asia Oriental. A pesar de que Estados Unidos ha mantenido una influencia considerable, la combinación de problemas económicos estructurales, una élite dividida, y dos derrotas militares de facto ha impedido su capacidad para ejercer dicho poder.
Alianzas antiguas – como la Organización del Tratado del Sudeste Asiático, la Organización del Tratado Central, y el Tratado de Seguridad entre Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos – ya han muerto o están muriendo. Y se ha comprobado que es difícil formar nuevas alianzas, como ejemplo está el rechazo de India a lo que EE.UU., con humildad inusitada, le propuso.
Mientras tanto, Asia se ve agitada por la intensificación de las disputas territoriales en el mar Oriental y el mar Meridional de China, a medida que los países resucitan viejos reclamos que tienen unos a otros. El Asia Oriental y el Asia Meridional se han enfrascado en una carrera armamentista, principalmente en el mar. Todos temen a China, que se mantiene relativamente apacible, pero que ya no se preocupa por disimular su creciente capacidad militar. Ya que no se espera que surja una arquitectura de seguridad pan-asiática en el futuro cercano, la salida del Occidente de la región está generando un vacío de seguridad.
Además, en el Gran Oriente Medio, la caída de una dictadura secular tras otra, junto con la pérdida del control externo, ha incitado nuevas – y ha reavivado viejas – sospechas, desacuerdos religiosos y desconfianzas con relación a los forasteros en general y del Occidente en particular. Como resultado, la región ha entrado en un período de conflictos, degradación social, creciente nacionalismo e incremento del fanatismo religioso.
Más amenazante, sin embargo, es la posibilidad de que la UE colapse, provocando un tercer descongelamiento. La formación de la UE – creada para romper el ciclo destructivo del nacionalismo europeo que había facilitado el surgimiento de dos sistemas totalitarios y que provocó dos guerras mundiales – se equiparó a la creación de un prototipo de un nuevo orden mundial humano. Después de durante siglos ser su peor propio enemigo – y por lo tanto el peor enemigo del mundo – Europa se convirtió en un modelo de paz.
Pero, durmiendo sobre los laureles de los fundadores de la Unión Europea, los líderes europeos posteriores fracasaron en gran medida en cuanto a percibir los retos de competitividad que planteó la globalización. Parecían haberse olvidado de que la motivación subyacente al proyecto europeo era política, no económica, lo que les condujo a precipitarse en la ampliación y el establecimiento de metas no realistas. Ahora, tienen que pagar por sus errores mediante la revisión de todo el marco institucional de la UE y la eurozona.
Al mismo tiempo, los europeos deben prepararse para una transformación incluso más profunda. Con el fin de recuperar la competitividad económica, los países europeos tendrán que abandonar muchas de sus políticas de bienestar social y deberán reformar sus instituciones políticas. La mayoría de los europeos prefieren ignorar los desafíos de la radical reforma política que se avecina, debido al descenso en los estándares de vida que dicha reforma implica.
Los líderes mundiales deben alentar a Europa para que encare a sus problemas de manera decida, dicho estímulo debe realizarse mediante la oferta de asesoramiento, apoyo financiero y crítica constructiva. Rusia debe continuar presionando para lograr una Alianza de Europa – un nuevo marco para las relaciones económicas y diplomáticas entre la UE, Rusia y el resto de la Gran Europa – que podría ofrecer una salida a la crisis sistémica de Europa.
El primer descongelamiento acarreó graves consecuencias. Ahora, los líderes mundiales deben trabajar para minimizar las consecuencias del segundo, y deben utilizar todos los medios disponibles para evitar un tercero.
Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.
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