LONDRES – Se ha dicho que la crisis de Egipto es la peor en su historia. Pero, en verdad, tiene una semejanza asombrosa con un episodio anterior, hace casi 60 años.
El 28 de febrero de 1954, casi un millón de manifestantes sitiaron el Palacio Abdin en El Cairo, utilizado por entonces por Gamal Abdel Nasser y otros líderes del golpe de julio de 1952. Las principales demandas de los manifestantes eran el restablecimiento de las frágiles instituciones democráticas de Egipto, la liberación de presos políticos y el regreso del ejército a sus cuarteles.
La crisis de 1954, que se prolongó durante dos meses, fue originada por el derrocamiento del presidente de Egipto, el general Mohammed Naguib, a manos de Nasser y su facción. Como en 2013, la Hermandad Musulmana estaba en el centro de los acontecimientos, protestando a favor del depuesto Naguib. Pero, luego de las promesas de Nasser de llevar a cabo elecciones en julio de 1954 y entregarle el poder a los civiles, uno de los líderes de la Hermandad, Abd al-Qadr Audeh, se alejó de los manifestantes.
Las promesas de Nasser eran vacías. En noviembre, su facción resultó victoriosa. Naguib permaneció bajo arresto domiciliario, se ejecutó a los trabajadores terroristas y se aterrorizó a los liberales. Audeh fue arrestado y, en enero de 1955, él y cinco líderes de la Hermandad fueron ejecutados. Egipto perdió sus libertades básicas y sus instituciones democráticas durante los próximos 56 años, hasta el 11 de febrero de 2011, cuando Hosni Mubarak fue derrocado.
Las similitudes entre febrero-marzo de 1954 y junio-julio de 2013 son muchas. En ambas crisis, la retórica y el comportamiento de suma cero, la movilización y la contramovilización de un público dividido, y el engaño (y la manipulación) de los medios estuvieron a la orden del día. Más preocupantes son las semejanzas respecto de los posibles resultados. En 1954, una junta que se consideraba a sí misma por encima del estado destruyó un orden democrático débil; ese desenlace hoy también es altamente probable.
Sin embargo, existen diferencias entre los dos episodios. En 1954, el conflicto iba más allá de una lucha de poder entre un presidente y una junta; también era una batalla sobre quién determinaría el futuro de Egipto y la relación entre las instituciones civiles y militares.
Curiosamente, el ejército en aquel momento estaba dividido entre oficiales que querían una democracia liderada por civiles y otros que querían una autocracia comandada por el ejército. En el primer grupo estaban Khaled Mohyiddin, Ahmad Shawky, Yusuf Siddiq y otros. Naguib los respaldaba. El segundo grupo estaba liderado por Nasser y la mayoría de la junta representada en el Consejo del Comando Revolucionario.
La relación de la Hermandad con el ejército de Egipto es el resultado de algunos acontecimientos críticos, como las manifestaciones de 1954 (y ahora el golpe de 2013). El derramamiento de sangre, particularmente la ejecución por parte de Nasser de líderes de la Hermandad, agudizó el rencor de los Hermanos hacia el ejército. En junio de 1957, las fuerzas de seguridad de Nasser supuestamente abrieron fuego contra miembros de la Hermandad en sus celdas, matando a 21 de ellos e hiriendo a cientos.
Un intelectual de la Hermandad, Sayyid Qutb, comenzó a teorizar sobre un mundo binario, en el que las fuerzas del bien (el Partido de Dios) inevitablemente se enfrentarían a las fuerzas del mal (el Partido de Satanás). Sus escritos lo llevaron directamente a su ejecución en agosto de 1966.
Las consecuencias de los acontecimientos de 2013, al igual que las consecuencias de la destitución de Naguib en 1954, tal vez no se perciban de inmediato. Pero, cuando las autoridades electas son derrocadas por la fuerza, los resultados rara vez son favorables a la democracia. En un caso tras otro -por ejemplo, España en 1936, Irán en 1953, Chile en 1973, Turquía en 1980, Sudán en 1989 y Argelia en 1992-, los resultados fueron trágicos: dominio militar de la política con una fachada civil, dictadura militar declarada, guerra civil o malestar civil persistente.
Es más, el ejército egipcio en 2013 ganó más poder que la junta de 1954: no sólo armas y control de las instituciones estatales, sino también multitudes y medios pidiendo a gritos más represión. Y, a diferencia de 1954, el ejército no está dividido (al menos todavía.
Sin embargo, los seguidores del presidente depuesto, Momamed Morsi, también tienen sus propias fuentes de poder. Su capacidad de movilización es alta. El pasado viernes, El Cairo estuvo paralizada, a pesar de una falta casi total de cobertura por parte de los medios de comunicación locales.
Y el Ramadán -que tiene lugar en estos días- se lleva bien con la movilización. Después del atardecer, existe un programa común. Los musulmanes observantes se reúnen en la puesta del sol para iftar (desayuno), seguido de oraciones nocturnas, tarawih (oraciones más largas, que incluyen un breve sermón), interacción social, qiyyam (otra oración tarde a la noche), suhur (otra comida colectiva) y luego oraciones matutinas.
Los últimos diez días del Ramadán son i‘tikaf (seclusión colectiva), durante la cual los oradores se reúnen y pasan las noches en las mezquitas y los lugares abiertos. En general, la cultura socio-religiosa del Ramadán puede ayudar a mantener viva por un tiempo la movilización de los seguidores de la Hermandad.
Eso nos lleva a las tácticas de la junta de forzar la desmovilización. Desde 2011, la principal estrategia del ejército ha sido hacer promesas y lanzar amenazas, que se ejecutan disparando balas y/o gas lacrimógeno. Estas tácticas se utilizaron, por ejemplo, contra manifestantes cristianos en octubre de 2011 (28 muertos, 212 heridos), jóvenes no islamistas en noviembre de 2011 (51 muertos, más de 1.000 heridos), y nuevamente en diciembre de 2011 (siete muertos).
La masacre de julio de 2013 fue, por lejos, la peor (103 muertes hasta el momento y más de 1.000 heridos). El objetivo del ejército no fue sólo intimidar a los seguidores de Morsi, sino también alterar sus planes. La junta quiere que sus respuestas sigan siendo impredecibles y demostrar su voluntad de apelar a la violencia extrema. Pero estas tácticas durante el Ramadán pueden ser problemáticas, dada la potencial reacción negativa de los oficiales jóvenes del ejército y los soldados rasos. El motín es una posibilidad.
Cualquier resolución de la crisis actual debería apuntar a salvar lo que queda de los únicos réditos conseguidos hasta el momento en la revolución de Egipto: libertades básicas e instituciones democráticas. Eso exigirá interrumpir la represión violenta, poner fin a la propaganda y la incitación en los medios afines a la junta y en las manifestaciones a favor de Morsi, y medidas que fortalezcan la confianza.
Un garante creíble, posiblemente la administración Obama, tiene que estar muy involucrado en este proceso, dada la falta de confianza entre los principales actores políticos de Egipto (de hecho, cada institución está politizada y dispuesta a hacer trampa si está a su alcance). Finalmente, es esencial llevar a cabo un referéndum sobre cualquier acuerdo final.
En resumen, se debe restaurar la credibilidad de las votaciones y la democracia en Egipto (y en toda la región); no se puede permitir que se impongan las balas y la violencia.
Omar Ashour es académico sénior en Estudios de Seguridad y Política de Oriente Medio en la Universidad de Exeter y miembro no residente del Brookings Doha Center. Es el autor de
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Strange Coup d’Etat: The Army’s Removal of the Egyptian President
The ‘New Liberals’: Can Egypt’s Civil Opposition Save the Revolution?
The End of the (Southern) Neighbourhood
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