MADRID – Desde su lanzamiento en diciembre de 2008, la campaña Global Zero, que aspira a hacer realidad el sueño de un mundo sin armas nucleares, se ha encontrado con algunos desafíos formidables. Uno de ellos se relaciona con la disposición de las dos principales potencias nucleares (Rusia y Estados Unidos) para pasar de la reducción de sus arsenales nucleares, según lo acordado en el tratado New START, a su eliminación total. Otros tienen que ver con la cuestión de si las potencias nucleares menos importantes acompañarán la iniciativa y si es posible implementar sistemas confiables para la inspección, la verificación y la imposición de los términos de los acuerdos.
Pero estas cuestiones no son el verdadero problema. Aunque Rusia y Estados Unidos poseen aproximadamente el 90% de las ojivas nucleares del mundo, esta capacidad nuclear no es una amenaza tan grande como sí lo es el riesgo de proliferación. Por eso, más que en las sutilezas del equilibrio justo entre los arsenales nucleares de Estados Unidos y Rusia, la iniciativa de lograr un mundo sin armas nucleares debería concentrarse en la amenaza que supone la multiplicación de estados nuclearizados. De hecho, alentar un comportamiento ejemplar por parte de las dos grandes potencias nucleares no es tan importante para la credibilidad del objetivo de Global Zero (lograr “un mundo sin armas nucleares”) como sí lo es encarar los problemas de seguridad que hay detrás de la competencia nuclear en ciertas regiones conflictivas.
Al fin y al cabo, si Estados Unidos y Rusia, que hoy acumulan arsenales nucleares suficientes para destruirse mutuamente muchas veces, los reducen hasta que solo les alcancen para destruirse mutuamente algunas veces, ¿deberían Corea del Norte, India, Pakistán, Irán e Israel sentirse conmovidos? Aunque la mejora en las relaciones bilaterales de las dos grandes potencias nucleares es digna de destacar, está totalmente fuera de sincronía con las condiciones que imperan en otras regiones del mundo más convulsionadas.
Esta divergencia repercutirá en forma necesariamente negativa sobre los esquemas de desarme nuclear en elaboración, porque si los países mencionados se han dado a coquetear con la posesión de armamento nuclear no ha sido por afán de obtener prestigio o estatus, sino para contrarrestar la superioridad armamentística convencional de sus vecinos hostiles (o, en el caso de Irán y Corea del Norte, la de Estados Unidos).
Tomemos por ejemplo Pakistán, país que tras sufrir sucesivas derrotas en guerras convencionales contra su enemigo jurado, India, declaró estar dispuesto a “comer pasto” (según las famosas palabras de Zulfikar Ali Bhutto) con tal de contrarrestar la superioridad india en armamento convencional y nuclear. En la actualidad, Pakistán tiene más ojivas nucleares que India. El objetivo de cero armas nucleares en esta región depende de que se resuelva el conflicto de Cachemira y de que Pakistán deje de ver a India como una amenaza.
Irónicamente, el caso de Rusia no es diferente a los de Pakistán, Irán o Corea del Norte. A pesar de los avances innegables que se han logrado en las conversaciones ruso‑estadounidenses sobre desnuclearización, reducir a un mínimo (no hablemos de eliminar) el armamento nuclear ruso sólo será posible si se aborda la principal preocupación que tiene el Kremlin en materia de seguridad: su inferioridad militar convencional respecto de Occidente.
Entretanto, los temores existenciales de Israel (que aunque puedan ser exagerados, son genuinos) explican en parte su estrategia de ambigüedad en torno de la cuestión de si posee o no armamento nuclear. La opinión imperante en Israel es que el país está rodeado de formidables amenazas no nucleares, a la vez que peligrosamente debilitado por la incapacidad del frente interno para sostener una guerra convencional prolongada. El mismo país que en el verano de 2006 tuvo que enviar a un millón de sus ciudadanos a refugios subterráneos para protegerlos de un ataque misilístico a gran escala lanzado por un actor no estatal (Hezbolá) ahora se encuentra frente a un “despertar islámico” cuyo significado no termina de comprender y que trae consigo un ominoso presagio de agravamiento del entorno estratégico.
Tampoco puede Israel ignorar el infame precedente que sienta para Oriente Próximo ser la única región del mundo donde volvieron a usarse armas químicas y biológicas después de la Segunda Guerra Mundial. Las emplearon Irak contra Irán en los ochenta y Egipto en Yemen en los sesenta; Irak también volvió a emplearlas contra su propia población kurda.
Pero puede ser que en diciembre se hagan avances en pos del objetivo del desarme nuclear. Ese mes se celebrará en Helsinki la conferencia para la creación de un “Oriente Próximo sin armas nucleares ni otras armas de destrucción masiva” (a la que ojalá asistan todos los estados de la región, incluidos Israel e Irán). Sin embargo, para que esta iniciativa tenga éxito hay que evitar la tentación de tomar atajos que no llevarán a ninguna parte. Una receta perfecta para el fracaso es, por ejemplo, la posición árabe, que pretende tratar el estatus nuclear de Israel sin hacer referencia al contexto de seguridad amplio de la región.
Por el contrario, la conferencia debe ser el inicio de un diálogo en el que todas las partes afectadas puedan expresar sus inquietudes básicas en temas de seguridad. La lección que Oriente Próximo puede extraer de los acuerdos de reducción de arsenales nucleares entre Estados Unidos y Rusia es que para obtener un desarme genuino es imprescindible que haya antes una mejora en las relaciones entre los estados. Es la misma lección que nos dan las otras cinco regiones del mundo (América Latina, el Pacífico Sur, el sudeste asiático, Asia Central y África) que han firmado tratados de no proliferación nuclear.
Israel debe entender que su estrategia nuclear no es sostenible y que el desafío de Irán al presunto monopolio nuclear israelí no se debe a una obsesión exclusiva del liderazgo iraní. Un Oriente Próximo sin armas nucleares es sin duda preferible a tener una región con dos o más estados provistos de armamento nuclear. Pero los países árabes deben comprender también que en tanto y en cuanto no normalicen sus relaciones con Israel, no será posible llegar a ningún acuerdo efectivo con este último país en relación con estos asuntos de trascendental importancia. La desnuclearización regional y la paz deben ir de la mano.
Quien era entonces primer ministro de Israel, Shimon Peres, no fue precisamente ambiguo cuando en diciembre de 1995 declaró que, a cambio de paz, Israel estaba dispuesto a renunciar a la bomba atómica. Pero quien hoy ocupa ese mismo cargo, Benjamín Netanyahu, no puede pretender jugar a dos puntas: poner la paz como condición para el desarme nuclear y al mismo tiempo hacer todo lo posible para trabar el proceso de paz.
Traducción: Esteban Flamini
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Shlomo Ben Ami, ex ministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor del libro Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí.
For additional reading on this topic please see:
Israel: Possible Military Strike Against Iran’s Nuclear Facilities
The North Korean Nuclear Issue: Between Containment and Dialogue
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